Sevillanas Monteras

                         I

   Sonó el despertador. Ya son las cinco.
Me pongo en pie de un brinco.
   Me pongo en pie de un brinco y no me extraña
aunque tengo dos kilos de legañas,
despierto hasta con gusto y alegría,
es sábado y por fin ¡toma castañas!
hoy voy de montería.
   Así no me fastidia ni encocora
dormir menos que un ave ponedora,
romper el gran placer de estar traspuesto,
tener que despertar casi a igual hora
que algunos días me acuesto.
   Si fuera pa el currelo cotidiano
y no por ver si tiro algún marrano,
podéis estar seguros de que a mí
no me echa de la cama tan temprano
ni la Guardia Civil.

                         II

   Estoy pronto en la junta y ¡vaya tela!
que no hay ni una candela.
   Que no hay ni una candela y hace frío,
el sol hace muy poco que ha salío,
me pongo a tiritar diente con diente
y tengo que quitarme el arrecío
a base de aguardiente.
   Me temo que también quedo en ayunas,
hay solo anís, coñac y unas perrunas,
ni migas, ni café, ni chocolate,
así que he de luchar contra mi hambruna
pegándole al mollate.
   Y menos mal que vengo convidao
si no menudo cirio habría montao
al darme cuenta de otro cachondeo,
pues los mejores puestos han volao
y no entran en sorteo.

                         III

   Mi puesto es más allá del quinto pino.
Dos horas de camino.
   Dos horas de camino y, el trayecto,
muy poco en coche y caminando el resto,
incluso llego cuando ya han soltao
y con la sensación de que me han puesto
en la finca de al lao.
   Las horas van pasando y otra armada
se tizna mientras yo no he visto nada,
ni reses ni siquiera un joío  perro
y tengo la pupila dilatada
de escudriñar el cerro.
   Ya vienen las armadas recogiendo
y pienso no es verdad lo que estoy viendo
parece que hacia aquí viene un cochino
y cuando casi casi está cumpliendo
lo mata mi vecino.

                         IV

   De vuelta el sofocón medio se olvida
pensando en la comida.
   Pensando en la comida te consuelas
aunque no estés como unas castañuelas,
pero parece ser que hoy no es mi día
y cuando llego hasta las habichuelas
ya está la olla vacía.
   Me tengo que comer veinte aceitunas,
que es lo único de que han dejado alguna.
Me vuelvo resignado hasta mi casa
echándole la culpa a la fortuna
que tiene un rato guasa.
   Yo soy un masoquista impenitente
por eso olvido todo de repente
pensando, ilusionado todavía,
en que mañana es fiesta y nuevamente
me voy de montería.